Sentado sobre el muro
escupo huesos de aceituna
sobre los sombreros negros
de los traficantes del miedo.
Pincho un globo rojo
y una niña me regala
su risa cómplice
en el aire trenzada.
Me columpio como un fantasma
en el alambre de los días
y la nata de otros besos
es lo que ahora me alivia.
Silbo a los pájaros negros
que tontos se desorientan
entre antenas parabólicas
y una arquitectura de tristeza.
Me pongo mi nariz de payaso
y estrujo cristales en mi pecho
para que sangren los semáforos
y las calles se vuelvan peatonales.
Y es que están cayendo racimos de uvas
sobre catedrales de paja
que fermentarán la entraña
de otro cielo y otra tierra.
En ese día, los tejados de las casas
sobrevolarán las crestas
de las gallinas cluecas.
La humanidad volverá a su cauce
porque la alopecia
se habrá apoderado
de los intelectuales.
Esa demoledora visión
perturbará a las autoridades
que congelarán los precios
y dimitirán en masa.
Las señales están ahí:
las de tráfico,
las de nuestros descalabros
y, sobre todo, esa señal
que da el teléfono al descolgarlo.
Solo hay que saber interpretarlas.
Hola Ricardo, muy bueno tu poema, me encantó. Un abrazo.
Gracias, Marisol, un abrazo.