A la espera

Sentado sobre el muro
escupo huesos de aceituna
sobre los sombreros negros
de los traficantes del miedo.
Pincho un globo rojo
y una niña me regala
su risa cómplice
en el aire trenzada.
Me columpio como un fantasma
en el alambre de los días
y la nata de otros besos
es lo que ahora me alivia.
Silbo a los pájaros negros
que tontos se desorientan
entre antenas parabólicas
y una arquitectura de tristeza.
Me pongo mi nariz de payaso
y estrujo cristales en mi pecho
para que sangren los semáforos
y las calles se vuelvan peatonales.
Y es que están cayendo racimos de uvas
sobre catedrales de paja
que fermentarán la entraña
de otro cielo y otra tierra.
En ese día, los tejados de las casas
sobrevolarán las crestas
de las gallinas cluecas.
La humanidad volverá a su cauce
porque la alopecia
se habrá apoderado
de los intelectuales.
Esa demoledora visión
perturbará a las autoridades
que congelarán los precios
y dimitirán en masa.
Las señales están ahí:
las de tráfico,
las de nuestros descalabros
y, sobre todo, esa señal
que da el teléfono al descolgarlo.
Solo hay que saber interpretarlas.

Por una literatura payasa

 

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