He oído en la tele que mañana levantan el confinamiento y estoy cagado de miedo. No, no por el virus ese dichoso, ni por la crisis esa que dicen que se avecina, o que ya está aquí. Estoy cagado por lo que me he visto obligado a hacer durante este confinamiento. Menudo marrón, como alguien se llegue a enterar, me va a caer una ruina encima que ni te cuento. Porque para con finada, lo que se dice con finada, yo. Y si ahora estoy escribiendo en este cuaderno en el que mi abuela llevaba las cuentas, es por lo que me decía el loquero del talego: cuando uno está en una situación emocional extrema es muy saludable escribir en un cuaderno todo lo que se te pasa por la cabeza a vuelapluma y sin pensar. Y eso estoy haciendo, tratando de desahogarme, porque tengo aquí un nudo, en el pecho, que no puedo ni respirar. Así que empezaré por el principio que siempre es un buen comienzo, digo yo, aunque no sé muy bien, porque es la primera vez que me siento a escribir en mi vida, dejando aparte aquellas aburridas redacciones que nos obligaban a hacer en el colegio.
No me caracterizo por ser un tipo con suerte. Tres días después de declararse el estado de alarma y el confinamiento masivo de la población, a mí me dieron la bola y salí del talego. Me había pasado siete años en la cárcel, los tres últimos aislado en el módulo de nocivos. El doble me tenía enfilado y me hacía la vida imposible. Cada dos por tres me mandaba a celdas de castigo, hasta que decidió que esa iba a ser mi residencia habitual en el maco hasta el día que me dieran la bola. Y, como digo, eso llegó al tercer día de confinamiento. A la hora del piri, entró un boqui en mi celda y ordenó: recoja sus cosas y acompáñeme. En la última cancela, antes de salir de la cárcel, me dijo: ahora te vas derechito a casa, te encierras en ella y no sales hasta nueva orden. Y me puso al corriente de lo que ya todo el mundo sabía menos los presos que estábamos en aislamiento. A punto estuve de darme la vuelta y volverme a mi celda, pero el boqueras no me dio opción y con un fuerte empellón en la espalda, me puso de patitas en la calle o, mejor dicho, en mitad del descampado, porque la cárcel está en mitad de un descampado y el núcleo urbano más cercano queda a unos cuatro kilómetros. Cuando llegué a Alhaurín, anduve por calles fantasmas hasta que encontré a una patrulla de la policía local que me indicó, tras mostrarles mi documentación y narrarles mi desdichada historia, dónde estaba la estación de autobuses. Tras varias horas de espera en una estación también fantasma, pude coger un autobús a Málaga, en el que solo viajábamos un negro, que apareció de no se sabe dónde, y yo. Ya en mi ciudad, tuve que caminar un largo trecho con el petate a cuestas hasta llegar a la casa de mi abuela, en calle Candela. Era el único sitio al que podía ir. De hecho, siempre había vivido con ella hasta el día que me detuvieron en aquel atraco frustrado a un banco, pero esa es otra historia que ahora no viene a cuento. A lo que iba, yo siempre había vivido con mi abuela, porque padre no tuve y mi madre murió de sobredosis cuando yo tenía dos años y ni siquiera la recuerdo. Por eso fue mi abuela la que me recogió y me crió.

Cuando llegué al portal, toqué el timbre del portero automático y escuché su voz ronca e intempestiva: ¡Quién es! Soy yo, abuela, le contesté. Y oí el sonido del portal abriéndose. Subí las escaleras hasta su piso y allí estaba ella, en jarras, en la puerta, mirándome de esa manera que mira ella, que es como si te radiografiara; luego se abalanzó sobre mí con los brazos abiertos, me estrujó entre ellos como un oso, y es que mi abuela mide un metro ochenta centímetros y pesa ciento veinte kilos, y me llenó la cara de besos babeantes mientras me decía: ¡ay, mi niño, ay, mi niño! Acto seguido, se hizo a un lado para dejarme pasar y, según estaba entrando por la puerta, me atizó una colleja en todo el cogote con su manaza abierta, que casi me empotro con el mueblecito del recibidor. ¡Qué te dije, cipotón!, gritó en mi oído mientras me tiraba de la oreja como cuando era pequeño y hacía alguna barrabasada, ¡qué te dije, te dije que te dejaras de bancos y atracaras un furgón, pero los jóvenes os creéis que os lo sabéis todo, eres más tonto que un aza pito! Así, todo del tirón. Para acto seguido, volverme a estrechar entre sus brazos mientras me decía: Pero mírate cómo estás, te has quedado canijo, en los huesos, ay por Dios. Siéntate ahí, y me depositó literalmente en una silla delante de la mesa del comedor, se fue a la cocina y volvió con un plato de puchero lleno hasta los bordes. ¡Come!, me ordenó y se sentó en su sillón delante de la televisión que estaba encendida. Siempre he adorado el puchero de mi abuela y es lo que más he añorado en estos años de talego, así que me lo comí de un tirón. Mi abuela me volvió a llenar un segundo plato y luego un tercero. A mí el puchero me salía por las orejas, pero a ver quién era el guapo que le rechazaba un plato de puchero a mi abuela.
A todo esto, Roca me miraba desde su alfombra con cara de malas pulgas, a Roca nunca le he caído nada bien. Roca es la pitbull de mi abuela y hace honor a su nombre, vaya si lo hace, es un pedrusco de aquí te espero, todo un meño, vamos. Cuando tenía tres años, un coche la embistió mientras cruzaba por un paso de cebra con mi abuela y Roca ni se inmutó, pero el coche quedó siniestro total. Pues nada, ahí estábamos toda la familia: Roca mirándome con cara de pocos amigos, yo tragándome a duras penas el tercer plato de puchero y mi abuela en su sillón delante de la televisión viendo las noticias y riéndose a carcajadas como una loca, ¡ja, ja, ja!, y otra vez ¡ja, ja, ja!, y de nuevo ¡ja,ja,ja!, y de repente dijo: ¡Qué asco todo!, emitió un gruñido o un ronquido como el de un oso y la palmó. Aunque de eso me di cuenta cuando, al cabo del rato y después de haber dado buena cuenta del tercer plato de puchero, me levanté, me coloqué enfrente de su sillón y pude ver que tenía los ojos abiertos como platos y el mentón caído sobre el pecho. Tras comprobar que ni respiraba ni tenía pulso, mascullé: mierda, esto no me puede estar ocurriendo a mí. Abuela, coño, no me hagas esto, dije en voz más alta, joder, abuela. Y me quedé allí mirándola, con el ruido de la televisión de fondo y el puchero de mi abuela borboteando en mi estómago.
No sé cuánto tiempo pasé así, pero de mi estado de apollardamiento me sacó Roca que se había levantado de su alfombra y, acercándose al sillón de mi abuela, emitió un penoso y desgarrador aullido, para acto seguido tumbarse a sus pies. Espabila y arregla esto, me dije, armándome de una extraña determinación en mí. Así que cogí el teléfono y llamé a urgencias. Después de no sé cuánto tiempo esperando, pero mucho, con una musiquita de Queen de fondo, me contestó una telefonista y le dije que mi abuela había muerto. Sin pedirme más explicaciones, me empezó a preguntar por los síntomas y yo le dije que no respiraba, que no tenía pulso y que se estaba quedando fría como el mármol de la encimera de la cocina. Pero la telefonista parecía que no me escuchaba, porque empezó con una batería de preguntas absurdas: que si tenía tos seca, que si tenía fiebre, que si tenía diarrea, que si había perdido el olfato, que cuántos años tenía, que si tomaba habitualmente alguna medicación y no sé cuántas cosas más, que aquello parecía el examen final de la carrera de medicina. Entonces yo la corté y le volví a decir que mi abuela estaba muerta, ¿muerta de qué?, ¿de coronavirus?, ¡qué coronavirus ni que ocho cuartos, grité, muerta de asco!, ¿de asco?, preguntó la telefonista, ¿pero que ha comido?, puchero, me imagino, dije yo, pero no se ha muerto por la comida, mi abuela comía como una lima y estaba fuerte como un roble, también le dije que mi abuela jamás en su vida se había tomado ninguna medicación, bueno, sí, una copita de orujo de hierbas tres veces al día, después del desayuno, de la comida y de la cena, ella decía que esa era la mejor medicación, sabe usted, y añadí: estaba viendo la noticias en la televisión y riéndose como una loca, luego dijo ¡qué asco todo! y se murió. Ahí la comunicación se cortó y ya no me volvieron a coger el teléfono. Para mí que pensaron que era un bromista y seguro que me bloquearon, porque cuando llamaba, daba una señal muy rara y automáticamente se cortaba.
Decidí entonces llamar a los munipas y le expliqué la situación al guardia que me atendió, pero va el tío y me dice que bastante tienen ellos con poner multas a diestro y siniestro a la peña por saltarse el confinamiento y con tener que tocar las alarmas de sus coches y motos a las ocho de la noche, como para encargarse de mi abuela, que eso no era cosa suya, que en su vida habían trabajado tanto y que le dejara en paz. Así que colgué y marqué el teléfono de la policía nacional. Pensé que siendo un cuerpo superior en el rango de la cadena de seguridad, me harían más caso. Pero a esas alturas yo ya estaba que me subía por las paredes y cuando me pongo de los nervios, sufro de incontinencia verbal y me trabuco, mis ideas se entremezclan y no sé muy bien lo que me digo. El caso es que, después de un buen rato dándole la brasa al nacional, va y me dice el tío que o me callo y cuelgo el teléfono o me aplica la ley mordaza para los restos, y a mí aquello de la ley mordaza me pareció como lo del bozal que le pongo a Roca para salir a la calle pero más bestia, así que punto en boca y colgué. Respiré hondo, una, dos, tres veces, como me había enseñado el loquero del talego a hacer cuando me ponía de los nervios y marqué el teléfono de la guardia civil. Esta vez fui breve y conciso y le dije al civil: mi abuela ha muerto, a lo que él me preguntó si había sido atropellada por un coche u otro vehículo motorizado, y yo le contesté que no había sido atropellada por ningún coche ni vehículo motorizado, que se había muerto de asco viendo las noticias de la televisión. Ah, me dijo, en ese caso nosotros no podemos hacer nada porque somos la guardia civil de tráfico, si es un caso de contaminación tiene que ponerse en contacto con el Seprona y me colgó. No sé quién era el tal Seprona ni tenía yo su número de teléfono, así que, echando humo por las orejas, decidí llamar a la prensa para denunciar este escándalo. Marqué el número del Sur, me contestó un periodista y le conté muy brevemente, ya que a esas alturas estaba muy harto de repetir la misma historia, pues va el tío asqueroso y me dice: muertos de asco estamos todos, tu abuela, yo y toda la gente, y que eso no era noticia y que le dejara en paz. Y me colgó. Ya solo me quedaban los bomberos y sin pensármelo dos veces, su marqué número. Le expliqué lo ocurrido al bombero, o quien fuera que me atendió, pero muy amablemente me dijo que ellos no se encargaban de eso, que me debería poner en contacto con la aseguradora de mi abuela, que seguro que tenía un seguro de defunción y que ellos se harían cargo de todo. Claro, joder, tenía que haber empezado por ahí. Busqué en todos los cajones, revolví todos los papeles y al final encontré una carpeta en la que ponía El Descanso Eterno, esto tiene que ser, miré, busqué un teléfono y llamé. Descolgaron rápido, pero después de tres cuartos de hora hablando con ellos o, mejor dicho, escuchando todas las cosas que me querían vender para que el enterramiento y funeral de mi abuela fuese la envidia de los vecinos, me preguntó por el certificado de defunción, ¿qué certificado?, pregunté yo, el de defunción, no tengo ningún certificado de defunción, pues sin certificado de defunción nosotros no podemos hacer nada, ¿y dónde consigo yo un certificado de defunción?, pregunté fuera de mí, llame a urgencias y que le manden a un médico para que se lo extienda. Colgué y me derrumbé en el sillón frente a mi abuela.
Entre tanta infructuosa llamada, se había hecho de noche y pensé que lo mejor era acostar a mi abuela en su cama. Mala idea, pero de eso me di cuenta cuando, después de enrollar a mi abuela en una manta, iba ya por la mitad del pasillo camino de su habitación. Y es que no es fácil mover un peso muerto de ciento veinte kilos así como así. Pero ya no la iba a dejar ahí, en medio del pasillo tirada, y seguí acarreándola como un borrico. Si Roca me hubiera echado un cable, seguro que la habríamos llevado a su habitación en un pis pas, pero Roca, en cuanto quité a mi abuela de su sillón, se subió a este, se hizo un ovillo y se puso a roncar. Llegar a la habitación de mi abuela, me llevó fácilmente tres horas de sangre, sudor y lágrimas, pero lo peor estaba aún por llegar y me di cuenta cuando traté de subirla a la cama. Imposible alzar ese cuerpo hasta el catre sin disponer de una grúa de alto tonelaje, así que me rebané la mollera durante una hora larga hasta que tuve la brillante idea de desencajar la puerta corredera del armario de mi abuela y colocarla a modo de rampa entre el suelo y la cama. A continuación le até una cuerda en los tobillos, la enfilé en la dirección adecuada y empecé a tirar como un poseso. Con cada tirón conseguía que subiera unos dos centímetros por la dichosa rampa, si tenemos en cuenta el tiempo que perdí en desengancharla del tirador de la puerta en el que había atascado, tendré que decir que estaba chorreando y hecho gabazos cuando por fin mi abuela reposaba en su cama. No sentía los brazos ni las piernas y la cabeza me daba vueltas sin parar. En esas vi en la puerta de la habitación a Roca con la correa en la boca, lista para pasear. Mi abuela siempre ha sido muy madrugadora y le gustaba salir a la calle con Roca al alba. Así que cogí la correa, le puse el bozal y me eché con Roca a la calle con cara de sospechoso y le di su vuelta reglamentaria a la perra. De regreso, me preparé un café y me quedé dormido con la cabeza apoyada en la mesa de la cocina. Soñé con mi celda de aislamiento y fue una sensación muy agradable, como la de estar en mi hogar.
Me despertó Roca, dándome cabezazos en la pierna y con el plato de comida vacío en la boca. Mierda, pensé, mi abuela está muerta. Y me entró una gran pena y solté una especie de alarido como el que había emitido Roca la noche anterior. Luego le puse su comida en el salón y me fui a ver a mi abuela a su habitación. Olía raro, entonces vi todo el edredón mojado y pensé, está viva y se ha meado, pero no, seguía muerta y bien muerta, y sí, se había meado y cagado y no sé cuántas cosas más había expulsado por los orificios de su cuerpo. Tenía que pensar rápido. Busqué en internet qué se tiene que hacer con un muerto y me vi un par de tutoriales sobre amortajamientos. Bien, me puse manos a la obra, desnudé a mi abuela, la limpié y taponé todos los agujeros de su cuerpo y con un tubo de superglú que encontré, le pegué los labios y los párpados, a continuación la rocié con su colonia preferida, Nenuco, y la vestí con su bata de andar por casa porque siempre me decía que era la ropa con la que estaba más cómoda. Abrí la ventana de la habitación, me fui al salón, me senté en el sillón enfrente del de mi abuela, y en que ahora estaba Roca ovillada y comencé a dale vueltas a la cabeza para ver qué hacía. Lo primero que se me ocurrió fue meterla en la nevera, pero lo descarté al instante, la nevera de mi abuela era muy pequeña y mi abuela muy grande. Así que comencé a pensar cómo deshacerme del cuerpo. Ahí estuve hasta el paseo vespertino de Roca, descartando todas las ideas que se me venían a la cabeza por imposibles o peligrosas: trocear a mi abuela y tirar un cachito cada noche con la basura, pero con la mala suerte que yo tengo, seguro que alguien la encontraba en un vertedero, tiraba del hilo y llegaban hasta mí. Deshacerla en ácido o cal viva, excelente idea, pero nadie tiene habitualmente en su casa ácido o cal viva para deshacerse de un cadáver. Sacarla al rellano y dejarla ahí tirada, como si hubiera sufrido un accidente, hasta que algún vecino la descubriera y llamara a donde tuviera que llamar y le hicieran más caso que a mí. Sí, esa habría sido una buena idea, si se me hubiera ocurrido entonces y no ahora, cuando estoy escribiendo esto.
Con la cabeza echando humo y un cansancio atroz, me fui a darle la vuelta a Roca, a ver si con el aire fresco se me aclaraban las ideas. Y funcionó, cuando llegué a la esquina y leí como siempre hacía el letrero del bar de Moncho, «Kebrantahuesos», una bombillita se me iluminó en el cerebro. Me acordé de un documental que había visto en la televisión al poco de entrar en el talego y dije, date, Roca, ya tengo la solución. Así que nada más llegar a casa, me puse manos a la obra, pero esta vez actué con más cabeza. Mi abuela siempre ha dicho que soy un flojo, pero no es cierto, lo que pasa es que me cuesta ponerme, ahora bien, cuando me pongo soy un tipo constante y metódico y siempre acabo lo que empiezo, aunque, también es verdad que, hasta ese momento, nunca había empezado ninguna tarea que tuviera que acabar. Volví a coger el móvil y me vi unos cuantos tutoriales sobre medicina forense, establecí un plan de actuación y al lío. Desmonté las ruedas de la mesita de la televisión y se las coloqué, después de taladrar sus patas, al sillón; a continuación hice rodar a mi abuela por la cama hasta que pasó al sillón, ni siquiera la senté, quedó cruzada en los brazos del sillón, pero ahora su comodidad era lo de menos. Luego empujé el sillón hasta el cuarto de baño y metí a mi abuela en la bañera. Fui a la terraza de la cocina y cogí el cúter, un serrucho y el martillo de la caja de herramientas, de paso cogí el cuchillo jamonero, la batidora y un barreño, el papel de aluminio y el plastificado, y volví al cuarto de baño. Cerré la puerta y me despedí de mi abuela como Dios manda, rezándole un padrenuestro y un avemaría.
Respiré hondo y me puse a la faena. Empecé diseccionando a mi abuela de arriba a abajo y sacándole todos sus órganos y vísceras: corazón, pulmones, hígado, páncreas, bazo y el resto de entrañas, así como los ojos y los fui depositando en el barreño, cuando estuvo lleno, lo trituré con la batidora, y el puré resultante lo fui echando por el tigre poco a poco, teniendo cuidado de descargar varias veces la cisterna para que no se produjera ningún atasco fatal. A continuación cogí el cuchillo jamonero y me dediqué a filetear a mi abuela y a envolver sus restos en paquetitos de medio kilo cada uno, más o menos, que fui depositando en la nevera. Volvía a clarear cuando dejé sus huesos a remojo en aguafuerte, que es lo que siempre ha utilizado mi abuela para deshacer la cal que se acumula en los grifos, y volví a sacar a Roca a dar su vuelta matutina. Pero al regresar, no le puse su pienso, sino que saqué un paquetito de la nevera, se lo puse en el plato y Roca dio buena cuenta de mi abuela. Desde entonces esa sería su comida a la vuelta de los paseos y de ella ha estado comiendo hasta hace tres días en que, de muy mala gana, ha vuelto a su pienso.
Con los huesos he estado yo ocupado de la mañana a la noche durante todo el confinamiento. Con el serrucho los cortaba en pequeños trozos y con el martillo los machacaba hasta convertirlos en polvo. Justo ayer tiré por el tigre el cráneo de mi abuela o, mejor dicho, el polvo en que lo había convertido. Pero lo peor durante todo este tiempo no ha sido sacar las vísceras de mi abuela, ni filetearla con el cuchillo jamonero, ni siquiera convertir en polvo sus huesos, aunque, eso sí, fue muy trabajoso. Lo más penoso ha sido recoger todos los días las mierdas de Roca cuando paseábamos, porque no me podía quitar de la cabeza que esa mierda era mi abuela, que Dios la tenga en su gloria. Aunque para eso también encontré pronto una solución, porque abandonarla en cualquier papelera, me dejaba el alma encogida. Así que al segundo o tercer día decidí buscarla un buen lugar para que reposaran sus restos. Me acordé de que mi abuela era muy devota de la Virgen del Carmen, al fin y al cabo había nacido en La Caleta y procedía de familia de marengos, y justo a dos manzanas de donde vivimos está la Parroquia de la Virgen del Carmen que tiene unos jardincillos delante muy coquetos. Y allí fui depositando a mi abuela, quiero decir lo que quedaba de ella, cada vez que paseaba con Roca. Seguro que las plantas y los árboles agradecerán tan excelente abono y además ella descansará en campo santo o algo parecido.
La verdad es que el loquero del talego tenía razón, porque ahora que he escrito todo esto me siento mucho mejor, estoy más tranquilo, la angustia en el pecho ha desaparecido, incluso disfruto de una especie de satisfacción por el trabajo bien hecho. Seguro que mi abuela estaría orgullosa de mí.
Por cierto, se me ha olvidado contar que ese documental que había visto en el talego iba de cómo se deshacían de sus muertos en un pueblo de Nepal que estaba tan alto y tenía un suelo tan duro que era imposible que nadie cavara allí una fosa. Por eso, los familiares del finado se lo llevaban a las afueras del pueblo y, sentados en círculo y a una distancia prudencial, presenciaban cómo los buitres devoraban el cadáver. Luego, entre todos, adultos y niños, molían los huesos y esparcían su polvo al viento. Y todo ello, según decía el documental, servía para afianzar sus creencias religiosas de que la materia, el cuerpo, no es nada. Pues eso me digo yo. Y mejor que la haya devorado Roca, a la que tanto quería mi abuela, que no unos buitres asquerosos, ¿no?
A mí me gusta mucho tu cuento. tal vez un poco macabro pero siempre con esa nota de humor que te caracteriza.
Un abrazo Ricardo
Gracias, Marisol. No sé, salió del tirón. Tiene su puntito macabro, su puntito gore, pero también me parece que es tierno y risueño. Lo que pasa es que en Occidente, a diferencia de otras culturas, escondemos mucho el tema de la muerte y la muerte está ahí y todos vamos a pasar por ella. Conviene prepararse para ese tránsito. Puestos a marcharse, mejor hacerlo en paz y con elegancia y no sumido en el miedo y la inconsciencia.
Me ha gustado. Me ha tenido atenta hasta el final. Cierto que resulta macabro, pero muy divertido y eso se agradece. Abrazos
Gracias, María, es que sin humor, a ver quién digiere esa historia. Un abrazo.
Un aplauso!! Bien escrito, rápido, muy simpático y con un final feliz. Llegué a pensar que lo estaba escribiendo en el maco, esta vez detenido por el asesinato de su abuela. Un abrazo, artista.
Gracias, Jose, me ha gustado lo de un final feliz. Un abrazote.
Divertido a la par que instructivo, que nunca se sabe cuándo te pueden hacer falta según qué conocimientos.
Tú, lo has dicho, Benja, nunca se sabe. Y gracias por dedicarle un timepo a su lectura. Abrazo.
¡Vaya historión¡ felicidades por el derroche de imaginación, me he reído mucho, y coincido en el final feliz¡
He encontrado cuatro palabras desconocidas: aza pito, meño, gabazos, marengos. Y también las expresiones: «darle bola» «el doble». Lo he mirado en el diccionario, ahora compruebo que no las has usado con el mismo significado. Esto de las palabras me gusta¡¡¡ Gracias
Me alegro de que te haya gustado, África. Yo también me reí escribiéndolo. En cuanto a las palabras, haza pito, que no aza, me comí la hache y tendré que corregirlo, es un campo, una extensión agraria, y pito son las habas pequeñitas, «eres más tonto que un haza pito» es lo que en otros lugares de España se suele decir como «eres más tonto que una mata habas»; meño es una piedra grande; «gabazos» es como por aquí se dice en vez «bagazos» que es la palabra correcta, y que es lo que queda de machacar la caña de azúcar, se dice cuando uno está hecho polvo, estoy hecho gabazos. Marengos se le dice a la gente de la mar. Dar la bola es dar la libertad. Y el doble, en argot carcelario, es el Director de la cárcel.