Dibujar y pintar es una buena manera de entrenar nuestra creatividad como escritores. Hacerlo sin ningún propósito, sin ninguna intención, sin ideas preconcebidas, desarrolla nuestra creatividad.
Dibujar o pintar, solo por el hecho de jugar con las formas y los colores. Hacer monigotes, garabatos y borrones como los haría cualquier niño pequeño es, como os decía, una buena forma de entrenar nuestra facultad creativa que, como cualquier facultad, si no ejercitas, termina por atrofiarse.
Estos dibujos, que hoy comparto con vosotros, son fruto de ese juego creativo que con tanta naturalidad y satisfacción practican los niños. Están hechos, como veréis, con bolis de diferentes colores comprados en un chino, en cuadernos de apuntes, durante unas clases soporíferas a las que asistí, impartidas por un profe que elaboraba los apuntes a base de corte y pega de la wikipedia. Mientras nos leía esos pastiches sumiéndonos en el tedio más absoluto, mi mano, sin ninguna intención ni propósito, se movía a su aire por la hoja del cuaderno de apuntes que tuviera encima del pupitre. He aquí, algunos de los personajes que, sin saber cómo, aparecieron en esos cuadernos, pues os juro que ni un solo trazo es premeditado.
No permitas que cercenen tu creatividad
Y hablando de pintar y de niños, Vimala Rodgers nos cuenta, en su libro de grafología: «Cambia tu escritura para cambiar tu vida«, ediciones Urano, descatalogado, algo muy interesante:
«Si preguntamos a un grupo de treinta niños de parvulario «¿Quién sabe dibujar?», se alzarán treinta manos entusiastas. Los niños describirán todos a la vez lo que mejor saben dibujar. Incluso puede que agiten sus dibujos gritando «¡Mira! ¡Mira lo que he hecho!». Si hacemos la misma pregunta a la misma clase, con los mismos alumnos, pero en la escuela secundaria, ¿cuántas manos se alzarán, aunque sean vacilantes? Tal vez dos. Hasta puede que tres. No es que la capacidad creativa haya desaparecido. Lo que sucede es que con los años formulamos normas comparativas de creatividad y juicios de valor externos, a lo cual sigue un silencio funeral.
«Muy temprano en la vida empezamos a definir la Creatividad según las normas instauradas universalmente. Creemos ser artistas, escritores, o artesanos hábiles, hasta que alguien nos dice: «¡Ni siquiera puede pintar sin salirte de la raya!», «¡No tienes ni idea de ortografía!», o «¿Y qué se supone que es eso?». Interpretamos estos comentarios al azar como si fueran el Evangelio según los Mayores, y empezamos a renegar de nuestras capacidades creativas (…). Dejamos de dibujar o pintar, o dejamos de expresar nuestros sentimientos íntimos en poemas o en cuentos (…). Empezamos diciendo: «Qué pena. La verdad es que me gustaba mucho pintar», o «Me sentía tan feliz cuando escribía poesía», o «Modelar conejitos de barro me daba una gran sensación de bienestar», y acabamos diciendo «Al fin y al cabo, ¿yo qué sé de estas cosas? Con nuestro último aliento creativo afirmamos, vacilantes, «Me gustaría hacerlo, pero debo estar equivocado» (…). Tras un profundo suspiro, empezamos a echar tierra sobre la tumba de nuestro yo creativo y lo sepultamos para siempre».
En cierta ocasión, una de las participantes en el Taller me comentó que su hijo de ocho años, al que le encanta contar y escribir cuentos e historias, le había visto escribiendo en casa. ¿Qué haces, mamá?, preguntó el chaval. Escribiendo, contestó ella, es que estoy yendo a un taller para aprender a contar historias. Ja, dijo su hijo, yo ya sé contar historias. Y como suele ocurrir con los niños, dio en el clavo.
Todos sabemos contar historias; de hecho, nos pasamos la vida contándonos historias, lo que me ha ocurrido en el Mercadona, lo que me ha pasado en el trabajo, lo que me aconteció en el último viaje que hice, lo que me acaba de suceder en mi relación con fulanito. Somos animales narradores.
Por eso, al taller, como yo le digo a los participantes, no se viene a aprender, sino a desaprender, a quitarnos toda esa costra de juicios, convencionalismos, opiniones e ideas acerca de cómo hay que escribir y de la Literatura con mayúsculas.
De lo que se trata es de reconectar con nuestro niño creativo, ese que ya sabe y disfruta haciendo lo que sabe, a coger confianza en nuestra voz más natural y a dotarnos de valor para poner nuestro corazón al desnudo. En definitiva, a expresar lo que nos dé la real gana, a inventarnos las trolas más grandes y creérnoslas a pie juntillas y contarlas con el aplomo con que Homero contaba sus historias de guerras y odiseas y por lo cual Aristóteles decía de él que «era el gran maestro en contar cosas falsas como es debido».
Así que, ya sabes, vuelve a ser un párvulo y escribe, pinta, canta, baila, modela conejitos de barro, salta sobre los charcos de la vida y enlódate hasta las cejas si eso te hace feliz y no permitas que los tristes cercenen tu creatividad con sus comentarios.
Recuerda siempre aquel verso de R. Tagore: «En la playa de interminables mundos, los niños juegan».
Disparador de escritura
Si te has sentido conectado con alguno de los personajes de los dibujos, puedes utilizarlos para escribir. Escribe cómo se llama, dónde vive, qué hace, qué dice, que piensa, en qué problema se ha metido o está a punto de meterse… No te lo pienses, tira de lo primero que se te haya venido a la cabeza y suelta el boli por el papel. Si no te ha llegado ninguno, prueba a hacer tus monigotes y garabatos y escribe luego sobre ellos si te apetece.
Muy bueno Ricardo, llevas tanta razón en lo que dices. Tus dibujos me han encantado, desconocía esta faceta de tu creatividad.
Un abrazo enorme
Gracias, Marisol, teniendo delante un papel en blanco y un boli es difícil no jugar. Un abrazo.